dilluns, 1 de febrer del 2010
EL CABANYAL DE MANUEL VICENT
Ahir diumenge, pel matí, és a dir, abans de la desfeta futbolística contra l'Osasuna i la destitució d'Ernesto Valverde, vaig experimentar el plaer de llegir un excel·lent article de Manuel Vicent, el vila-vellenc més universal (La Vilavella, Plana Baixa; 1936), columnista d'El País, autor d'èxits literaris i cinematogràfics com ara Tramvia a la Malvarrosa i Son de Mar -on, per cert, també participava com actor el nostre Sergio Caballero-, així com Balada de Caín (una novel·la que em va impressionar i us recomane), i un llarg etcètera... que, per no haver d'explicar-vos-el, l'enganxe a continuació. Hi ha frases per subratllar que no tenen pèrdua: tot siga perquè la pèrdua del Cabanyal no arribe a perpetrar-se. De moment, demà hi ha una altra gran manifestació a València.
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REPORTAJE: HISTORIA
El Cabanyal, naufragio de cemento
MANUEL VICENT 31/01/2010 (El País Semanal)
La memoria literaria de Blasco Ibáñez, el ambiente de artistas y pescadores, las casas solariegas. Todo será destruido si la avenida planeada por el Ayuntamiento de Valencia arrasa el barrio
En la franja del litoral entre el Grao de Valencia y la Malvarrosa tienen asiento varios poblados marineros divididos desde el siglo XIX por las acequias del Turia, que vertían las aguas en el mar. La acequia del Riuet marcaba la frontera del Grao con el Canyamelar; la acequia de En Gasch separaba el Canyamelar del Cabanyal; la acequia de Los Ángeles o de Pixavaques limitaba el Cabanyal de la Malvarrosa, que entonces se llamaba Cap de França, la cual a su vez tenía en la acequia de La Cadena la última marca de las playas de la ciudad de Valencia. De estos poblados, el del Cabanyal era el que poseía el alma más fuerte, más marinera, puesto que constituía el centro de todo el ajetreo de la pesca. En su playa varaban en aquel tiempo, junto a Flor de Mayo, la barca que dio nombre a la primera novela de Blasco Ibáñez, otras cincuenta embarcaciones de cubierta, de entre 15 y 25 toneladas, que faenaban día y noche en aguas del golfo. La idílica escena de los bueyes rubios tirando de ellas en medio de las olas para arrastrarla hacia la arena o botarlas en el agua ha servido de motivo para muchos cuadros de Sorolla y de José Navarro, si bien por debajo de esa luz cegadora y aparente felicidad preternatural alentaban las pasiones y la miseria de los hombres de mar y de aquellas mujeres que esperaban en la orilla con un cesto en la cadera la llegada del pescado.
La novela Flor de Mayo, publicada por Blasco Ibáñez en 1895, es un drama borrascoso que narra la vida maldita de aquellos pescadores, pero ese relato de celos, venganzas y naufragios, leído hoy, no es nada si se compara con la nueva borrasca de cemento, ladrillo y especulación que están ahora soportando los habitantes del Cabanyal y que les llega directamente por decreto desde el Ayuntamiento de Valencia mediante una avenida abierta con la piqueta, que paradójicamente lleva el nombre del autor de la famosa novela y que pretende partir en dos el alma marinera del barrio y su recuerdo histórico imborrable.
A finales del siglo XIX, este poblado marinero estaba unido a las colonias veraniegas que los burgueses de Valencia habían establecido en la playa, y en ellas los personajes de Arroz y tartana, menestrales felices del entorno del mercado central y los de Flor de Mayo, pescadores llenos de pasiones elementales, convivían durante unos meses al año en un conglomerado donde se mezclaban casas de estilo colonial y modernista con miserables barracones. Aquel entramado de pescadores, marineros y burgueses de la capital proporcionó mucha materia a Escalante para sus sainetes valencianos y a Blasco Ibáñez para su drama naturalista, al estilo de su maestro Zola.
Hay que imaginar cómo sería la vida del Cabanyal en aquel tiempo. Al atardecer, antes de que se encendieran los faroles de gas, sonaban las fichas de dominó en los cafés; tal vez había una representación en el teatro de la Marina o se oía la pianola de un baile que se celebraba en alguna villa mesocrática con fachada de azulejos y mirador historiado; los veraneantes hacían tertulias en las puertas de casa tomando el fresco y por la calle de la Reina, la principal de la barriada, se paseaba con chaqueta de pijama a rayas Blasco Ibáñez, que entonces aún vivía en la alquería de San Juan, antes de construirse la mansión en la Malvarrosa, con cariátides en la terraza. El escritor conocía a fondo aquel mundo, pero además de extraer de él personajes de ficción, también era un agitador político y se movía por el casino republicano del Cabanyal levantando pasiones populistas contra la monarquía, el clero y el militarismo.
Casas de pescadores, balnearios de Las Arenas, termas Victoria, donde se establecieron después los salones de baile Casablanca; los establos de la casa de los bueyes de tiro de las barcas; barriadas de veraneantes burgueses, con casas art déco; el sanatorio de San Juan de Dios, que recogía a los niños lisiados pintados por Sorolla; merenderos de la explanada de Neptuno, y casetas de baños se alternaban en la playa desde el Grao hasta la Malvarrosa, que debía el nombre a la fábrica de esencias para perfumistas extraídas de las malvas rosáceas, propiedad del francés Robillard.
Estamos en lo de siempre, si el Ayuntamiento de Valencia, en lugar de ser una empresa constructora al servicio de la codicia de los tiburones, hubiera sido una empresa realmente ciudadana estos poblados marineros habrían sido cuidados, respetados, restaurados y asumidos desde el principio como un verdadero tesoro urbano; si la ciudad se hubiera extendido de forma orgánica, como lo ha hecho, por ejemplo, Londres, habría asimilado los pueblos huertanos de alrededor respetando su alma, sin destruirlos ni aniquilarlos con autovías, avenidas impersonales y edificios vulgares como pretende hacerlo ahora con el Cabanyal. Pero este barrio tiene una personalidad muy fuerte, un alma muy definida, hecha a una lucha antigua contra los embates y las zozobras del mar. Aunque parezca una batalla perdida, sus vecinos están dispuestos también ahora a batirse hasta el final contra la otra amenaza de naufragio, que le viene esta vez desde el centro de la ciudad.
No se trata de literatura ni de nostalgias. El aura más intensa de una ciudad, que envuelve sus calles, plazoletas, tiendas, cafés, teatros y pequeños jardines, la crean los artistas y los literatos que por allí han pasado, no los políticos y menos aún las inmobiliarias. En este sentido, el Cabanyal ha dado lo mejor a Valencia. Allí alienta el espíritu de Blasco Ibáñez, de Sorolla, de Benlliure, de José Navarro, de Mongrell, de Agustí Centelles, de Cecilio Pla. Su memoria es la que va a ser destruida para siempre cuando esta avenida llegue al mar. La historia se habrá acabado y una vez más se habrá repetido la vieja maldición, aplicable al resto de España. Éste es un pueblo conservador y retrógrado en ideas políticas y religiosas, pero absolutamente pródigo a la hora de destruir el patrimonio que merece ser conservado. Se sigue rezando novenas a san Cucufate y se tiran a la basura los azulejos de una cocina del siglo XVII para sustituirlos por un zócalo de plástico; un cura tridentino entrega a un chamarilero una talla románica a cambio de que le arregle una gotera en la abadía; un ayuntamiento de derechas destroza pueblos llenos de casas solariegas, casinos de labradores y jardincillos con templetes de música, que son símbolos de su ideología, para convertirlos en ciudades dormitorios de ladrillo visto; se cambian a pelo artesonados con vigas de madera noble del siglo XV por cubiertas imitando a mármol.
El Cabanyal ha sido declarado conjunto histórico protegido, patrimonio de interés cultural. Para destruirlo, el Ayuntamiento ha tramado un plan muy estudiado. Primero lo dejó abandonado a su aire; luego propició que lo ocuparan tribus marginales; compró viviendas a medida que las hacía inhabitables; las llenó de ratas y, finalmente, ha tentado con el señuelo de la revalorización a sus habitantes más débiles o desmoralizados mientras las palas y las hormigoneras avanzaban hacia el mar como si las guiara una fuerza lógica, moderna e imparable, cuando sólo se trata de codicia unida al mal gusto que es la gracia urbanística, herencia del franquismo. Un hotel de lujo hortera devoró el espíritu del balneario de Las Arenas; los chalés en ruinas de la calle de Eugenia Vives pronto serán sustituidos por una fachada impersonal de muchas alturas y así sucesivamente va a caer bajo la piqueta un barrio que pudo haber sido un modelo de amor a la historia por parte de ediles cultos y conscientes de que la ciudad es una empresa de los ciudadanos y no de los especuladores. La plataforma creada para salvar el Cabanyal tiene todavía años de lucha legal por delante. Se trata de que esta vez no vuelva a naufragar la barca Flor de Mayo.
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